Mi invierno en la Letonia rural

Capítulo 2

Desde el momento en que puse pie en Letonia, supe que el frío sería una compañía constante. Sin embargo, nunca imaginé que la región de Latgale en noviembre de 2019 superaría todas mis expectativas en términos de bajas temperaturas. Armado con múltiples capas de ropa, guantes y gorros (no creí que pudiese llevar 5 pares de calcetines a la vez), tratando de protegerme de las temperaturas extremas mientras permanecía inmóvil durante horas en las largas sesiones de hide en los alrededores de Nagli.

Un 1 de enero diferente: intentando fotografiar al gallo lira

Adrian Ordieres | Fotografía de naturaleza | Campos de colza en Latgale
Campos de colza en Latgale, Letonia

Aquellas navidades, mi compañera decidió tomarse un merecido descanso y emprendió un viaje hacia el norte, dejándome a cargo del trabajo durante un par de semanas.

 

La noche de fin de año fue cuanto menos diferente. Hacía unos meses, jamás habría imaginado que la pasaría en medio de la nada, en un país desconocido, degustando un buen plato de huevos fritos con patatas mientras me encontraba a unos cuantos miles de kilómetros de distancia de mi familia. Si había algo que a estas alturas ya había aprendido en este viaje, era que las experiencias inesperadas a menudo resultaban ser las más memorables. Así que, en la madrugada del 1 de enero, decidí levantarme temprano para embarcarme en un encuentro con una nueva especie para mí: el gallo lira.

 

El lugar donde se encontraba el gallo lira quedaba a aproximadamente una hora de casa. Para llegar hasta allí, debía conducir a través de pistas de tierra que cruzaban un espectacular bosque nevado, dejar el 4×4 estacionado un poco apartado y emprender un recorrido a pie a través de un campo de colza. ¿Podéis imaginar el fresquito que se siente en plena madrugada en medio de un cultivo de colza, a poca distancia de la frontera con Rusia, un 1 de enero?

Adrian Ordieres | Fotografía de naturaleza | Fotografiando al gallo lira
El observatorio, y un frío que pelaba

Los escasos 200 metros que separaban el camino del puesto de observación se habían convertido en un barrizal como nunca antes había visto. Con cada paso que daba, el lodo se acumulaba en mis botas, haciéndolas cada vez más pesadas y dificultando el avance mientras iba cargado con el equipo fotográfico, una silla plegable y varias mantas.

 

Finalmente, llegué al puesto de observación, al que no había tenido la oportunidad de ir anteriormente. Era una caseta sencilla, de forma hexagonal, ubicada en medio de la nada. Su diseño me permitía tener una visibilidad de 360 grados, lo que me garantizaba el control total sobre todo lo que se movía en los alrededores, a cientos de metros de distancia.

 

Aún no había amanecido cuando llegué, por lo que me dediqué a organizar mi equipo en silencio, evitando cualquier ruido que más tarde pudiera asustar a las aves o cualquier visitante inesperado. Luego, me abrigué como si no hubiera un mañana y me serví una taza de café caliente del termo que llevaba en la mochila. El siguiente paso era esperar pacientemente a que el espectáculo comenzara, mientras el amanecer se acercaba poco a poco en el horizonte.

Adrian Ordieres | Fotografía de naturaleza | Fotografiando al gallo lira
Dosificar el café, tarea complicada

A medida que los primeros rayos de luz iluminabael paisaje, un grupo de corzos apareció de entre la arboleda, amenizando la espera. Se mantenían alerta, al igual que yo, pero con una diferencia importante: ellos estaban en guardia por la posible presencia de lobos y linces boreales, mientras que yo soñaba con ese encuentro.

 

Aunque la distancia que nos separaba era demasiado grande como para capturar una fotografía interesante, el estar allí, en aquel lugar contemplando aquel espectáculo, ya era recompensa suficiente.

 

Para los habitantes de los pueblos cercanos, esta escena seguramente era algo común en sus rutinas diarias, pero para mí, resultaba una auténtica maravilla que dificilmente olvidaré.

 

El tiempo transcurría lentamente, y el gallo lira, mi principal objetivo en este primer día del año, se mantenía esquivo, sin dar señales de vida. En el mundo de la fotografía de naturaleza, es común compartir los éxitos y ocultar los fracasos. Sin embargo, tal vez sea un error considerar como fracasos aquellos momentos en los que no logramos capturar lo que nos propusimos.

Adrian Ordieres | Fotografía de naturaleza | Fotografiando al gallo lira
Una de las observaciones de gallo lira que pude realizar más adelante

Para mí, aquel día no fue en absoluto un fracaso. Al contrario, fue una experiencia inolvidable para iniciar un nuevo año. A veces, la verdadera magia se encuentra en la ausencia de expectativas y en las experiencias vividas, más allá de los resultados. Aquel día, aunque no obtuve la imagen del gallo lira que tanto me hubiese gustado, viví una pequeña aventura, un encuentro con la naturaleza y unas horas de introspección, durante las cuales pude ser realmente consciente de qué estaba haciendo, y en el lugar en que me encontraba.

 

Una oportunidad para apreciar la belleza del entorno, reflexionar sobre mis objetivos (los cumplidos y los que estaban por venir) y disfrutar del proceso de búsqueda y exploración. Al fin y al cabo, aquel día se convirtió en un punto de partida para un nuevo año lleno de posibilidades y aprendizaje.

 

De alguna manera aprendí que cada momento en la naturaleza tiene su propia esencia y su valor intrínseco, más allá de los logros cuantificables. A encontrar satisfacción en las pequeñas victorias y apreciar la belleza en las situaciones aparentemente «fallidas». 

 

A lo largo del tiempo, he tenido varias oportunidades para observar al gallo lira en diferentes ocasiones. Aunque he tenido el privilegio de disfrutar con su presencia, aún no he logrado fotografiarlo. Es una especie que se me muestra esquiva y desafiante, lo que hace que obtener la imagen ideal sea un verdadero reto, lo que me motiva a lograrlo en un futuro, esperemos que no muy lejano.

Adrian Ordieres | Fotografía de naturaleza | Fotografiando al gallo lira
Corzos amenizando la mañana

Al dejar atrás el puesto de observación, me encontré con una situación que me iba a resultar muy común después de las largas horas de espera en pleno invierno báltico. El sol, ahora en su cenit, no solo anunciaba el momento en que cesa la actividad de los animales y con ello la hora de regresar a casa, sino también una sensación de entumecimiento en mis manos y pies. Era como si el frío hubiera calado hasta lo más profundo de mi ser, y de eso solo te das cuenta cuando te pones en pie e intentas desmontar el trípode.

 

Había que recuperar la sensibilidad en los dedos antes de emprender el camino de regreso a casa. Encender la calefacción del coche y colocar las manos y pies cerca de las rejillas para sentir el calor iba a ser una constante las próximas semanas.

 

Durante unos diez minutos, me dediqué a disfrutar con la sensación de calidez que se iba extendiendo desde la punta de los dedos por todo el cuerpo. Un momento de descanso, un respiro en medio de la naturaleza invernal. Observaba a través de la ventana cómo los rayos del sol se filtraban entre los árboles, creando juegos de luces y sombras que solamente he visto en los bosques del Báltico.

 

Una vez recuperada la temperatura corporal, me dispuse a emprender el solitario camino de regreso a casa. Los caminos de tierra y piedra que atravesaban los bosques se extendían frente a mí, y parecían no terminar nunca. Cada curva y cada tramo hacían soñar con las figuras de alces y osos recorriendo esas tierras, y con leyendas ancestrales que en un lugar como este siguen muy vivas.

 

Aunque el trayecto pudiera parecer solitario, sentía la presencia de la naturaleza a mi alrededor. Un picamaderos negro que cruzaba fugaz de una orilla a otra del bosque, un zorro que observaba desde un claro a poca distancia, las huellas en la nieve de las cunetas siempre presentes…

Adrian Ordieres | Fotografía de naturaleza | Fotografiando al gallo lira
Las 4 paredes que se convierten en tu hogar lejos de casa

Finalmente, la llegada a casa, el refugio acogedor que siempre espera en algún lugar.

Todavía me sigue resultando curioso cómo el paso de unos pocos días puede transformar completamente nuestra percepción de un lugar. Aquellas cuatro paredes que hace tan solo dos días desconocía por completo, ahora se habían convertido en mi refugio, en el cálido hogar al que ya estaba empezando a acostumbrarme, y al que me gustaba regresar para escapar del frío implacable del invierno báltico.

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